El modelo económico predominante siempre ha sido lineal: se toma la materia prima, se transforma en un producto para usar y, después, se desecha.
Ha sido un modelo que ha funcionado durante mucho tiempo y que, al menos en parte, nunca desaparecerá. Pero también es un modelo que, por su constitución, conlleva malgastos: una característica que, vista la escasez de recursos, impone un cambio de perspectiva. Por este motivo, cada vez más se habla de «economía circular».
La economía circular es un planteamiento que abarca todas las fases de vida de un producto. Es «circular» porque el ciclo termina en el mismo punto donde empezó, es decir, con la generación de materiales reutilizables en un nuevo ciclo. Se parte de las bases, con sistemas de producción (agrícola o industrial) que minimicen el uso de recursos y el consumo de energía. El segundo paso se refiere a los usuarios: en efecto, la economía circular aspira a aprovechar plenamente un producto (es decir, a no eliminarlo antes de lo debido) y a prolongar su vida. Una vez agotado, se pasa al reciclaje (o la reutilización): una parte (si no la totalidad) de los elementos que constituyen el bien en cuestión pueden elaborarse para convertirlos en la materia prima de un nuevo producto.
Abrazar la economía circular es una necesidad, que hoy (y, en el futuro, cada vez más) tiene un aliado: la tecnología. O, para ser más exactos, el Internet de las Cosas: objetos conectados, capaces de almacenar y conectar una cantidad de datos enorme que después, gracias a programas de software cada vez más complejos, serán analizados para devolver información útil. ¿Qué tiene que ver con la economía circular? Los objetos conectados pueden constituir la base para una mejora de todo el ciclo: se pueden usar para supervisar los campos de cultivo para averiguar dónde hay un malgasto de agua; o en las instalaciones industriales para comprender cuáles son los puntos fuertes que aceleran los procesos o los nodos que frenan la cadena de producción. Una vez en manos de los usuarios, pueden ser los propios objetos los que sugieran cuál sería su uso óptimo o cuándo necesitan mantenimiento: «consejos» que, gracias a la inteligencia artificial, pueden prevenir averías y prolongar la vida de un producto. Y, en lugar de terminar en un vertedero, se podrán tener localizados sus desechos para evitar perder valiosos recursos.
La interrelación entre el Internet de las Cosas y la economía circular no es solo una promesa. Las probabilidades de que la transformación (que ya está en curso) se complete son elevadas. Lo dicen los datos: los objetos conectados se están multiplicando. Según los análisis de Gartner, actualmente hay en el mundo unos 8,4 millones, 2 millones más que el año pasado. El año que viene habrá otra aceleración más, de manera que los dispositivos inteligentes serán 11,2 millones, y en 2020 superarán la cuota de los 20 millones. ¿Tendrán la capacidad de contribuir al cambio del modelo actual? No basta con saber que la economía circular es necesaria para asegurar la evolución. El factor decisivo es otro: la conveniencia. Usar el Internet de las Cosas, optimizar los procesos, aumentar la eficiencia y reducir los malgastos permite (frente a inversiones cada vez más modestas) reducir los costes y mejorar los balances.